domingo, 9 de agosto de 2015

Ficción 1 - Realidad 5 (Goleada)



Para Rono y Julita esa era, hasta ese momento, una mañana como cualquier otra. Música clásica, galletitas danesas y diversas lecturas de cultura general acompañaban sus conversaciones acerca del estado actual del cine iraní y las escasas alternativas de mercado donde conseguir ciboulette cerca de casa.
Nada hacía suponer que algo podía alterar esa rutina. Nada en el horizonte presagiaba lo desafiante que resultaría ese día para ellos. El destino tenía reservada una sorpresa y esa sorpresa estaba llena de adrenalina y sudor.

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Santoro y Valerina se habían conocido en un período en que sus vidas como agentes estaban atravesando una etapa fuertemente marcada por el tedio. Luego de varias operaciones en el Norte de África y Centro América respectivamente, ambos llevaban meses haciendo trabajo administrativo rutinario, viendo como los aterrizajes en noches sin luna en paracaídas habían dado paso al tazón de café y los biblioratos. Esa situación propició largas charlas que fueron terreno fértil para el amor. De ese amor vinieron los hijos, pero en la cabeza de un agente la vida familiar es algo accesorio, por lo que ambos habían solicitado una nueva misión. Esta vez, por primera vez, formarían parte de una misma misión. Una operación que cambiaría sus vidas para siempre.

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Dolores es una mujer con una vida asociada al dolor y la muerte. A los 16 años se convirtió en modelo gracias a una belleza que hoy, más de 50 años después, sigue estando presente, camuflada detrás de arrugas, canas y el aroma único y particular de las alfombras viejas. Su profesión de modelo de pasarela la llevó a trabajar con los más exclusivos diseñadores, por lo que a los 22 años, luego de haber recorrido el mundo, decidió radicarse finalmente en París. Durante años frecuentó fiestas y entre sus amistades estaban Jean Paul Belmondo y su mujer Elodie, sus vecinos en Saint Germain des Pres. Fue durante esos años, época en que los servicios de inteligencia luchaban arduamente por reclutar a los asesinos más certeros y letales que Dolores conoció al Hombre de la Mochila Negra. Un personaje con más de 27 nacionalidades, de raza híbrida, capaz de pasar desapercibido en cualquier aeropuerto, estación de trenes o estadio del mundo. De conversaciones con Dolores, durante apasionadas noches de excesos, podemos deducir que había nacido en Chipre. No era relevante, ya que nunca conoció a su familia y siempre fue un agente. Un quíntuple agente. Un personaje sin parangón. Cuando Dolores estaba cerca, El Hombre de la Mochila Negra dejaba de ser él mismo. Dejaba de lado su instinto asesino y se transformaba en un espécimen doméstico, cocinero, dócil, casi locuaz. Podían conversar por horas si había varios paquetes de Gauloises y una botella de Beaujolais.
Una mañana, Dolores despertó con frío. Al abrir los ojos, descubrió que estaba sola. Solo la acompañaban una botella semi vacía, dos copas manchadas y una caja de Gauloises, un sello indeleble para el resto de sus días.

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La Mochila Negra no es un recipiente más. Sus características son tan ricas como su historia, ambas tan excepcionales como quienes a lo largo de los años se han encargado de otorgarle el status de leyenda que hoy posee. Ninguno de los mitos acerca de la Mochila Negra es más intrigante que su historia. Las versiones detrás de este raro objeto no llegan a conformar una versión completa de su recorrido. La verdadera historia de la Mochila Negra supera a la leyenda de la Mochila Negra, ya que la leyenda habla de sus hazañas, pero peca al pasar por alto a los responsables de las mismas. La Mochila Negra es un lugar donde confluye la esencia del ser humano. Es el ser humano reducido a sus actos más primitivos y a sus pensamientos más complejos.
De su origen podemos decir que está confeccionada en cuero ruso y que nació como un antojo de un zar quien consideró que él ya era lo suficientemente maduro y autónomo a los 6 años de edad como para dejar que sus sirvientes lleven su réplica de pistola avancarga, su juguete más valioso.
A partir de ese momento, su destino como recipiente de instrumentos de muerte quedaría sellado.

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Nikolay soñó de niño con ser soldado. Amaba el uniforme de su padre, un reconocido militar de carrera, con un historial impoluto. Héroe de octubre del 41, momento cúlmine de la resistencia soviética frente a la Operación Barbarroja nazi. Nicolay nació en el 42, como fruto de la gloria del regreso de su padre a casa. Disfrutaba de los desfiles y conoció a Nikita Krushchev el día que terminó la secundaria.
A los 24 años se unió a los Servicios de Inteligencia Soviéticos y rápidamente demostró su habilidad como interrogador, fanático del dolor físico ajeno. Su destreza para torturar le reveló su verdadera vocación, algo que íntimamente sospechaba, pero que el mandato paterno había silenciado: la medicina. Sus enormes conocimientos de anatomía lo convirtieron en un arma letal, aunque con el tiempo su corazón se fue ablandando y su devoción por el comunismo se fue diluyendo, por lo que sus víctimas “gozaban” de la técnica de Nikolay para curar lo recientemente lastimado.
Con el fin del comunismo, Nikolay optó por viajar y al llegar a la Argentina se enamoró de Buenos Aires. Su gusto por el vodka y las mujeres se adaptó a su nuevo hábitat y eligió al barrio de Villa Urquiza para envejecer y disfrutar de esa vejez de manera contemplativa. Un día, caminando por la calle, ayudó a socorrer a una mujer que había quedado atrapada debajo de un camión repartidor de soda. Su pasado lo traicionó, engañó a todos como en su época de interrogador y convenció a los testigos de que era, efectivamente, un médico. Desde ese momento se dedicó a atender pacientes sanos, interrogándolos en su despacho y luego investigando acerca de sus vidas privadas con una combinación de herramientas tecnológicas modernas y una gran dosis de suspicacia comunista.

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La Mochila Negra, desde la época de la posguerra y el levantamiento de la Cortina de Hierro en Europa, estuvo siempre asociada a guerrillas y movimientos revolucionarios. A comienzos de los 80s, el enfrentamiento entre Irán e Irak la depositó en Bahréin. En aquellos días, la isla era un refugio para agentes que operaban en ambos bandos de la guerra. Al finalizar el conflicto, los agentes buscaron asilo en Siria y la Mochila descansó en un viejo baúl por casi una década.

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Santoro y Valerina habían depositado grandes expectativas en esta misión. Por primera vez estarían juntos en “El Campo”, como preferían llamar los agentes a cualquier destino asociado a una misión. Tenían claro que el éxito dependía de una comunicación a un nivel diferente al de la pareja. Volvía a la misma la dinámica de las órdenes directas, no tanto entre ellos, ya que no existían diferencias jerárquicas, sino hacia ellos por parte de coordinadores a kilómetros de distancia. En principio, la misión no ofrecía una dificultad mayúscula. Ambos sabían perfectamente que la frase “misión sencilla” era propiedad de los cadáveres, pero entendían que esta misión era aceptable en términos de complejidad y la sentían compatible con su plan de reinsertarse paulatinamente en el mundo del espionaje.

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El corazón roto en París, lamentablemente, no fue el único episodio de desencuentro amoroso en la vida de Dolores. Sus implantes mamarios de comienzos de los 80s la transformaron en una figura tremendamente atractiva, aunque esa atracción fue en todos los casos una fuente de desilusiones. Su apariencia sexy comunicaba mensajes ambiguos, incorrectos o sencillamente dolorosos. Dolores quería ser amada y sus parejas pensaban que ella solo buscaba sexo, lujuria, desenfreno. Su cuerpo pedía calma, pero vendía escándalo. Su vida necesitaba paz y sus curvas solo batallas. Uno tras otros fueron pasando por su vida los maridos perfectos, los hombres soñados, los príncipes azules, hasta que un día, todo llegó a su fin. Una mañana, Dolores, como tantas otras veces, amaneció sola. Otra habitación llena de pruebas de una noche intensa. Otra habitación con un silencio tan desgarrador como los anteriores. El mensaje era claro. Esa vida de amantes pasajeros era demasiado sórdida y debía concluir. Armó un pequeño bolso, manejó hasta el aeropuerto y compró un pasaje a un lugar lejano y familiar: Buenos Aires.

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La Mochila Negra amaneció en el baúl, como cualquier otra mañana, aunque ese día, todo fue diferente. Fue llenada con explosivos y viajó miles de kilómetros, primero por tierra, luego por avión y finalmente en alíscafo, hasta un lugar del cual todos hablaban, pero al que llamativamente nunca había sido llevada: Buenos Aires. A las pocas horas fue subida a un vehículo y alistada para ser detonada frente a una Embajada. Hubo explosiones, pero nadie pareció tener el coraje para detonar a la Mochila Negra. A los dos años hubo más explosiones, pero la Mochila Negra tampoco detonó. La historia se transformó en una profecía. La Mochila Negra traía muerte, pero ella estaba destinada a vivir. La Mochila Negra se transformó en la muerte misma, capaz de ser aquello que existe solo cuando todo lo otro deja de existir. Por lo que permaneció en Buenos Aires, escondida, en una suerte de exilio, lejos del horror y la violencia.

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Luego de una exhaustiva investigación, la Oficina Central determinó que la Mochila Negra debía ser devuelta a Rusia, ya que su condición era no solamente una fuente inagotable de gastos evitables, sino que una permanente fuente de conflicto entre todos aquellos que reclamaban propiedad sobre ella. Por tal motivo, la Oficina Central decidió poner fin a las tensiones y determinó que Santoro y Valerina fueran los encargados de realizar una entrega coordinada en Londres. La misión era crítica, pero sencilla y consistía en 3 simples pasos: I) recuperar a la Mochila Negra del escondite donde había permanecido por 20 años desde la época de los atentados. II) trasladarla a Londres, donde sería entregada en un punto a coordinar con la Oficina Central. III) regresar a Buenos Aires con “el microfilm de la vergüenza”, la única prueba existente de que la Carrera Espacial Soviética tenía aún menos veracidad que los alunizajes americanos. Tamaña prueba no podía descansar en otro lugar que, precisamente, el refugio que había sido utilizado por la Mochila Negra.

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Esa mañana fue diferente a todas para Santoro y Valerina. La presencia de la Mochila Negra generaba sensaciones muy diferentes. Una suerte de adrenalina paralizante, lo opuesto a lo que frecuentemente experimentaban como pareja todas las mañanas. Era evidente que la criticidad de la situación que tenían por delante había impuesto un estado de ánimo singular. Ambos se encontraban muy estimulados por la idea de viajar juntos, tener una experiencia “de campo” como socios, cómplices, amantes, pero todo aquellos era poco disfrutable si a esa sociedad la completaba nada menos que la Mochila Negra. El cronograma era sencillo. Un auto los recogería a las novecientas horas para trasladarlos a una base militar semi-abandonada y desde allí volarían en helicóptero hasta un buque que los esperaría mar adentro. Navegarían una semana hasta arribar a Gibraltar, donde un contacto los acompañaría a Londres para la entrega final. La misión era tan secreta que esta vez no había aeropuertos involucrados. Ningún pasaporte falso les aseguraba éxito. Era ciertamente una misión top priority.

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Nikolay había vuelto a una rutina que mantenía su cabeza ocupada y eso le permitía escapar de las pesadillas propias de sus días como torturador. Bonsai por las mañanas, esgrima por las tardes. Solo los jueves eran diferentes, ya que ese día, viajaba varios kilómetros hasta un Pigeon Club en el medio de la llanura pampeana para practicar skeet. Tenía la sensación de que podría haber sido un atleta olímpico de la especialidad, aunque el uso de la escopeta era en su cabeza algo demasiado occidental, casi una traición. Así transcurrían sus semanas. Intercalando falsos pacientes en su falsa profesión de médico de manera aleatoria, casi serendípica. Típicamente, lo único que interrumpía ese tedio era el sexo pago que ocasionalmente tenía lugar los lunes por la noche, acompañado por alguna centroamericana de piel morena, una botella de vodka y finos Cohiba Esplendido que fumaba en momentos de felatio. Cuando esto ocurría sus martes eran breves, efímeros y de mucho malestar. Fue en una noche de martes, en soledad, donde sintió que algo estaba por cambiar. No pudo entender qué era, pero sabía que no sería ni un paciente ni otro bonsái.

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El auto negro se detuvo frente al domicilio temporario de Santoro y Valerina a las ochocientas cincuenta. Santoro preguntó “¿vamos?”, a lo que Valerina respondió “cuando quieras, estoy lista”. El descenso en ese ascensor espejado se hizo más largo de lo habitual. No tanto por las paradas en los pisos 37, 22 y 16, sino por el peso de la responsabilidad de haber comenzado un periplo acompañados de la Mochila Negra. Era inevitable pensar que cada vez que ese espíritu del mal con forma de pequeño equipaje de mano viajaba, alguien – muchos por lo general – moría. Santoro lo sabía, Valerina lo sabía, pero nunca había formado parte de sus conversaciones. Esa sensación de no poder comunicar esas emociones convertía a la situación en más tensa, más aguda y más agobiante. Al ingresar al vehículo, el chofer les pasa un teléfono satelital diciendo “cambio de planes”. Luego de confirmar con el interlocutor del otro lado del teléfono las identidades, el supuesto representante de Oficina Central dijo “hay problemas con el buque. Dirijanse a Aeroparque”. El nivel de adrenalina se quintuplicó. Santoro y Valerina sabían que la Mochila Negra y los aeropuertos eran una combinación con atroces antecedentes. Pudieron sentir el frío de la muerte apoderarse del interior del vehículo. Al llegar al lugar, caos. Un equipo de balonmano, una delegación de jubilados del gremio de la Carne y cientos de adolescentes partiendo de viaje a San Martín de los Andes colmaban el hall del aeropuerto. En ese momento, el chofer dice “vengan por aquí” y los dirige a una pequeña puerta sin cartel. Al abrirse, oscuridad del otro lado. Solo el haz de luz proveniente del hall y unas sillas en un orden aleatorio, desprolijo. “Tomen asiento hasta que el avión esté en condiciones de partir”. Solo unos segundos pasaron desde que se sentaron con mucha dificultad producto de la falta de iluminación hasta que tomaron conciencia que la Mochila Negra ya no los acompañaba. Al reaccionar, Santoro y Valerina notaron que el chofer que los había guiado hasta ese cuarto oscuro no era en realidad el chofer y temieron por sus vidas. El gigantesco cuerpo de ese agente respondió por intercomunicador “Entendido” y desapareció por una puerta que ni Santoro ni Valerina pudieron abrir.  En ese momento no podían creer lo ingenuos que habían sido. Comprendieron el precio que habían pagado por pasar tantos años alejados “del campo”. Ya nada era igual, pero ninguna de esas reflexiones era relevante. La Mochila Negra había desaparecido.

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Rono y Julita estaban alejados del mundo del espionaje. Sus vidas se habían aburguesado y lejos habían quedado los días de intensos reconocimientos de campo, transcripción de documentos clasificados y fiestas secretas en mansiones ocultas. Todo eso estaba archivado. Era un paquete conservado como una memoria lejana. Ni siquiera eran vívidos recuerdos. Era más una sensación, una experiencia que los había marcado, pero que no ocupaba ningún lugar en sus vidas. Ni siquiera sus redes de amistades eran tan fuertes y ahora mantenían contactos diplomáticos en solo 196 países. La muerte del Embajador canadiense en Maputo había cerrado un ciclo, una era. Atrás habían quedado esas largas conversaciones grupales a la sombra de las acacias, bebiendo Darjeeling helado. Hasta que llegó esa mañana donde se dio el siguiente diálogo:

-          Rono: Hola. Asumo que es importante. Este número no sonaba hace nueve años.
-          Oficina Central: Es crucial. Robaron la Mochila Negra. Sin ella, es imposible dar vuelta la página con respecto a la Guerra Fría. Necesitamos que la recuperen. Julita seguro sabe cómo hacerlo.
-          Rono: les va a salir carísimo.
-          Oficina Central: lo sabemos. Hablamos con Haagen Dazs. Ya está en marcha una edición limitada de Rocky Road. Se llamaría “R&J”. No estaría a la venta.
-          Rono: Hhhhmmmm, suena tentador. Sumale una cena con amigos en Oscarborg. Esa islita de mierda tiene ese nosequé.
-          Oficina Central: dalo por hecho. Tienen 12 horas.
-          Julita: me sobran 7. En 5 te llamo. Bye

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Los terroristas lo tenían claro. No tenían demasiado tiempo para ocultar la Mochila Negra. La Oficina Central puede haber cometido un error al planear la misión de esa manera, pero no cometería otros a la hora de poner en marcha el operativo rescate. Conociendo el hecho de que la Mochila Negra es sinónimo de muerte, varios agentes coquetearon con la idea de llenarla de rocas, arrojarla al mar y suicidarse. Después de todo, la diferencia entre un final planificado y ese sería mínima. La letalidad de la Mochila Negra elimina el suspenso de cualquier historia. Todo moría. Punto. No obstante, uno de los agentes, en un rapto de brillantez, pensó en el escape perfecto. Pensó en la única persona que poseía un recuerdo nostálgico respecto de la Mochila Negra. Solo ella pensaba en cosas positivas al verla. Solo Dolores sería capaz de abrazarla. Y hasta amarla.

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Dolores descansaba plácidamente durante los 15 minutos de gap entre el efecto del Chivas 18 y el kick de los antidepresivos que consumía de manera compulsiva. Esos 15 minutos eran llenados por los sueños más vívidos y placenteros. Al terminar, el frenesí de los antidepresivos solía transformar la dulzura del recuerdo en óxido y toda la imagen se transfiguraba y mutaba hacia el odio y el remordimiento. Esa mañana, los 15 minutos fueron solo 4. Al quinto minuto, sonó el teléfono. Dolores odiaba ese sonido, pero mucho más lo odiaba durante esos 15 minutos. Arrojó el vaso casi vacío, con algunos restos de hielo derretido y aroma a alcohol, pero falló. Solo logró manchar otra vez la pared, pero el teléfono siguió sonando. Se juró no atender. El tercer intento venció su voluntad de ostracismo y se puso de pie con la ayuda de varios muebles. Caminó mareada hacia el teléfono y del otro lado escuchó “necesitamos…tenemos…poco tiempo…último recurso…Mochila Negra”. Su corazón se detuvo. Su cuerpo se trasladó a París. Su olfato se llenó de humo de Gauloises y sus ojos de lágrimas. Contestó que sí, con voz entrecortada. Del otro lado se escuchó “en 20 minutos haremos la entrega”. Y por un par de minutos, Dolores permaneció inmóvil, llamativamente sobria, de pie, tiesa, hasta que las lágrimas se secaron en su mejilla.

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Santoro y Valerina optaron por recluirse. Necesitaban tiempo para procesar esas últimas dos horas. Sus cabezas pasaron de la euforia a la frustración como solo el deporte puede lograrlo. Esto no sería fácil de digerir. Implicaba una renuncia, no formal, no estricta, sino una renuncia moral, a sus expectativas, a sus sueños compartidos, a sus aventuras con forma de intriga, adrenalina y muerte. Esta vez la que falleció fue la ilusión y por ello necesitaban escapar. Optaron por Fernando de Noronha. Era la antípoda de lo que normalmente elegían: metrópolis, destinos exclusivos, paisajes idílicos. Esta isla solo ofrecía exilio,  reclusión, silencio. Era su mejor alternativa, entre muy pocas. No había tiempo para debates. Eso quedaba reservado para más adelante. Si es que la Oficina Central no tenía otros planes al respecto.

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Julita sabía que la Mochila Negra no iría lejos, aunque su tendencia a sobresimplificar imaginó la ruta más lógica: la Triple Frontera. Su contacto allí fue advertido, aunque no era ninguna garantía. La mayoría de los soplones, agentes de tercer rango y demás eslabones de la cadena del espionaje no demoraban mucho en huir cuando lo que escuchaban era cualquier cosa relacionada con la Mochila Negra. El terror del guaraní fue revelador para Julita. La Mochila Negra terminaría en manos de alguien que no le temía. Eso dejaba dos caminos posibles: un suicida o Dolores. Julita detestaba la mera pronunciación de ese nombre. El odio tenía un origen: durante los 90s Julita tuvo la oportunidad de “borrar” al Hombre de la Mochila Negra en Dubrovnik. La operación era sencilla. Sin embargo, alguien le facilitó un salvoconducto al misterioso portador. Disfrazado de monje, se escondió una noche en la Catedral gracias a la intervención del Arzobispo de Bari, quien no era otro que el tío de Dolores. Al día siguiente cruzó el Adriático y permaneció en una abadía cerca de Bari hasta que los hombres de Julita dejaron de rastrillar la zona. Julita estuvo 4 años obsesionada con esa operación. Hasta que un agente italiano aportó los datos que sirvieron para conectar los puntos. El oficial italiano había registrado la abadía que sirvió como refugio debido a que el Hombre de la Mochila Negra optó por asesinar a uno de los monjes quien se había negado a ofrecerle información acerca de su identidad. El Hombre de la Mochila Negra era experto en apropiarse de vidas ajenas y permanecer meses oculto tras la máscara de una identidad robada. Al registrar la abadía, tuvo la oportunidad de interrogar al arzobispo, quien le comentó que había vivido unos meses en París, en casa de una sobrina argentina y su pareja. Cuando el agente italiano decidió verificar esta historia constatando el domicilio del arzobispo en Francia, lo inimaginable surgió. Ese domicilio era el último paradero conocido del Hombre de la Mochila Negra. El último registro feliz en la vida de Dolores. Sorprendido por la coincidencia, el agente regresó al Arzobispo quien le confesó, avergonzado, que ese viaje debió haber durado solo una semana, pero que el atractivo y la sexualidad del Hombre de la Mochila Negra lo cautivaron de tal manera, que encontró diversas excusas para pedirle a Dolores que le permita extender su estadía. A cambio Dolores, en ese momento muy enamorada del Hombre de la Mochila Negra, le pidió que hiciera todo lo humanamente posible por encontrarle salvoconductos, ya que ella conocía ya en esa época su reputación y las intenciones de la Oficina Central de capturarlo. Debido a tamaña animosidad entre Dolores y Julita, Rono intervino. Con su arrojo característico, instó a Dolores a regresar la Mochila Negra a Londres a cambio de una jugosísima recompensa. Dolores titubeó. Su situación financiera dejaba mucho que desear y ya tenía una lista de viajes pendientes que la incomodaba. Además, su experiencia en el mundo del espionaje le hacía suponer que, de negarse, su vida no sería fácil gracias a la obstinación con la que la Oficina Central suele rastrear a aquellos que se muestran como enemigos o cómplices de tales.

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Esa mañana, Nikolay estaba particularmente de buen humor. Había amanecido un poco más tarde de lo habitual, pero el sol que entraba por la ventana fue un aliciente para que se levante de la cama con otra energía, como si estuviese a punto de realizar una tarea estimulante. Con la ansiedad propia de un niño el día de excursión con el colegio o de una función de circo. Nada tenía relación con su estado de ánimo, ya que su bonsái no iba necesariamente perfecto, al menos no como a Nikolay le gustaba que fueran las cosas. Desayunó abundante y se concentró casi obsesivamente en eso que no toleraba de su bonsái. Lo estudió por varios minutos y llegó a la conclusión de que sus intervenciones hasta ese punto habían sido demasiado agresivas y recordó las palabras de su mentor en el tema: “habrá días donde no hacer nada al respecto será una intervención brillante. Esos días no serán pocos”. Cuando había tomado, con cierto grado de resignación, la decisión de no hacer nada al respecto y ser respetuoso del consejo de su instructor, el teléfono sonó. Del otro lado estaba Rono, con una mezcla de desprecio, desesperación y agresividad en su voz. La mañana de Nikolay. El día de Nikolay. El resto de la vida de Nikolay cambió para siempre.

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Rono y Julita decidieron descartar la negociación con Dolores. Rápidamente comprendieron que era inútil. Los sentimientos de ella para con la Mochila Negra estaban demasiado arraigados. Sin embargo, no fue lo que le comunicaron. La percepción de Dolores era que esa negociación duraría varios días. Por lo tanto comenzó a pensar más obsesivamente en cifras, objetos, diferentes elementos a conseguir a cambio de la Mochila Negra. En ese tiempo en el cual la negociación supuestamente evolucionaba, Rono y Julita sopesaban opciones. Eliminar a Dolores era la más tentadora para Julita, quien, a decir verdad no barajaba otras alternativas. Para Rono sí existía un abanico de alternativas. Sabía que los norcoreanos eran capaces de destruir la Mochila Negra, lo que suponía una solución definitiva para la Oficina Central, a expensas del intercambio del microfilm que evidentemente no se llevaría a cabo. También sabía que los israelíes eran capaces de robar a la Mochila Negra. Esta opción representaba un riesgo altísimo, ya que ese instrumento de muerte en manos sionistas era sinónimo de mayor desequilibrio en Medio Oriente. Al momento de evaluar ayuda proveniente de Rusia, a sabiendas que esos grupos de élite son, en realidad, mercenarios que suelen extorsionar a sus clientes por años, la atención de Rono se desvió hacia un rincón de la memoria casi clausurado. Recordó fugazmente que en el ’86, un ruso había descuartizado a su víctima con una sola mano. Las noticias dentro de la Oficina Central catalogaron al asesino como el “manco de San Basilio”. Meses después, una fuente muy confiable relató lo inimaginable: no se trataba de un asesino manco. Lo que en realidad sucedía era que este ex-agente, conocido torturador, utilizaba su mano menos hábil para masturbarse. Practicar el onanismo durante el descuartizamiento era una destreza que había desarrollado durante la invasión soviética a Afganistán, periodo en el que no tuvo contacto con una mujer por 37 meses. Rono lo rastreó y conocer que estaba radicado en Buenos Aires fue una señal reveladora. Él era el salvoconducto. Era hora de que Dolores conociera a Nikolay.

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Luego de que el portero eléctrico sonara por cuarta vez, el siguiente diálogo tuvo lugar:

-          Dolores: quién es?!...¿qué pasa?
-          Nikolay:…soy el médico de OSDE…la señora del segundo D está desvanecida…necesito entrar…el encargado no responde…¿no sería tan amable?
-          Dolores: no puedo…tengo que vestirme…voy a demorar
-          Nikolay:…no hay problema…llevo 7 minutos intentando entrar y soy la única esperanza de esa pobre señora.
-          Dolores:…a ver…aguarde un minuto…

Los minutos fueron cuatro. Finalmente, Dolores, envuelta en un antiguo desabillé, salió a abrir. Nikolay aguardaba paciente, con una sonrisa diplomática que comunicaba gratitud, aunque significaba placer perverso. Dolores lo hizo pasar y dejó que Nikolay se adelante hasta la puerta del ascensor. El agradeció y ensayó una rápida despedida. Ella, con un gesto, saludó mínimamente y continuó su paso hasta la puerta de su departamento, entreabierta. Ingresó, tomó el picaporte para cerrar y un par de milímetros antes de trabarse, el movimiento de la puerta fue interrumpido por un breve golpeteo. El ruido estremeció brevemente a Dolores, quien inmediatamente escuchó una voz familiar. Nikolay le preguntaba si podía llamar al encargado, ya que él no había tenido suerte al querer hacerlo desde la calle. Dolores aceptó a regañadientes. Cuando se dispuso a discar, su vista se fijó en el display de su teléfono, ya que debía hacer un esfuerzo de concentración adicional para ver qué números marcaba. En ese momento su vista se nubló y al despertar, estaba amordazada, dolorida, recostada sobre su propia cama. No lograba ver con claridad, pero la figura que tenía frente a ella, parecía estar afilando una enorme tijera. No lo era. Era una pinza similar a la que utilizan los odontólogos para realizar extracciones de piezas dentarias. En ese momento, Dolores tomó conciencia de que su boca estaba muy abierta debido a la presencia de un objeto que le imposibilitaba mover sus mandíbulas. Sus ojos comenzaron a llorar. Su cabeza comenzó a recorrer los momentos más memorables de su vida. Pensaba que con la Mochila Negra a su lado, los que morían eran otros. Esta escena debía ser un error. No formaba parte de la película de su vida. En ese momento, Nikolay comentó con una voz muy calma y serena que ya había registrado todo el lugar y no había encontrado la Mochila Negra. Ese era el estilo de Nikolay. Actuaba sin darle entidad a su víctima, ignorando cualquier signo de vida. Eso lo hacía un excelente torturador. Su foco era la tarea, no la persona. Eran solo piezas dentarias, no hombres ni mujeres. Su cabeza no entendía por qué lo estaba disfrutando. Sabía que luego de esto volverían las pesadillas, el terror nocturno y el remordimiento. En ese momento, su cerebro estaba en blanco. Hasta que notó que Dolores intentaba decirle algo. La férrea voluntad de Nikolay cedió frente a la compasión y quitó el aparato de la boca de Dolores para permitirle hablar. Dolores le dijo que no quería vivir. Que no la torture, que la mate. Le señaló el living y Nikolay comprendió que la Mochila Negra estaba oculta en uno de los almohadones del sofá. Su cabeza se llenó de confusión. Su misión cambiaba. Su cliente cambiaba. Ya no era la Oficina Central, via Rono y Julita, contratándolo para que recupere la Mochila Negra. Era Dolores y su necesidad de terminar con la agonía. Si Dolores era su cliente, ¿cuál sería su recompensa? Dolores le ofreció poco. Nikolay escuchó atento. No estaba interesado en lo que Dolores pudiera pagar, sino en lo que podía ofrecerle. Hablaron por horas. Lloraron amargamente. Recordaron al Hombre de la Mochila Negra. Ella con nostalgia, él con respeto y admiración. En ese instante, Nikolay reconoció internamente un sentimiento diferente: no sentía admiración. Sentía envidia. No profesional, no de asesinos, sino de amantes. El Hombre de la Mochila Negra se había quedado con una parte de Dolores y Nikolay lo despreció. No pasaron más de dos minutos hasta que Dolores y Nikolay reconocieron su soledad y al unísono decidieron eliminarla mediante sexo desenfrenado. Por un segundo, Nikolay tuvo pensamientos catastróficos y pensó que Dolores lo había engañado y que ese sería el último acto de su vida. No le importó. Siguió adelante. Cuando Dolores finalmente se durmió. Nikolay entregó la Mochila Negra. Julita odió la idea de que la misión no incluyera la eliminación definitiva de su enemiga. Rono respiró aliviado. El microfilm estaría en buenas manos una vez que la Mochila Negra llegara a Londres. No celebró tener que viajar para entregarla, pero entendió que siempre las historias de su vida terminan en vuelo.


lunes, 6 de abril de 2015

Doble




Doble la alegría
Doble el esfuerzo
Doble la responsabilidad
Doble el sueño
Doble la satisfacción
Doble el orgullo
Doble la preocupación
Doble el dolor de cintura al bañarlos
Doble la ternura
Doble los golpes
Doble los interrogantes
Doble el número de objetos de dudosa utilidad en casa (y en el auto)
Doble las sorpresas
Doble el cariño de los amigos
Doble la caca
Doble el desayuno de domingo a las 7am
Doble la maneja inexplicablemente boluda de hablarles
Doble el tiempo para salir de casa
Doble las risas
Doble el número de miradas por encima del hombro mientras manejás
Doble las mamaderas
Doble el temor a las enfermedades
Doble la cantidad de interrupciones mientras comés, vas al baño, hablás por teléfono, …
Doble el asombro
Doble la vida
Doble el amor más puro

En fin...así es la vida de Rono. Todo lujo. Todo por partida doble