Para
Rono y Julita esa era, hasta ese momento, una mañana como cualquier otra.
Música clásica, galletitas danesas y diversas lecturas de cultura general
acompañaban sus conversaciones acerca del estado actual del cine iraní y las
escasas alternativas de mercado donde conseguir ciboulette cerca de casa.
Nada
hacía suponer que algo podía alterar esa rutina. Nada en el horizonte
presagiaba lo desafiante que resultaría ese día para ellos. El destino tenía
reservada una sorpresa y esa sorpresa estaba llena de adrenalina y sudor.
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Santoro
y Valerina se habían conocido en un período en que sus vidas como agentes
estaban atravesando una etapa fuertemente marcada por el tedio. Luego de varias
operaciones en el Norte de África y Centro América respectivamente, ambos
llevaban meses haciendo trabajo administrativo rutinario, viendo como los
aterrizajes en noches sin luna en paracaídas habían dado paso al tazón de café
y los biblioratos. Esa situación propició largas charlas que fueron terreno
fértil para el amor. De ese amor vinieron los hijos, pero en la cabeza de un
agente la vida familiar es algo accesorio, por lo que ambos habían solicitado
una nueva misión. Esta vez, por primera vez, formarían parte de una misma
misión. Una operación que cambiaría sus vidas para siempre.
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Dolores
es una mujer con una vida asociada al dolor y la muerte. A los 16 años se
convirtió en modelo gracias a una belleza que hoy, más de 50 años después,
sigue estando presente, camuflada detrás de arrugas, canas y el aroma único y
particular de las alfombras viejas. Su profesión de modelo de pasarela la llevó
a trabajar con los más exclusivos diseñadores, por lo que a los 22 años, luego
de haber recorrido el mundo, decidió radicarse finalmente en París. Durante
años frecuentó fiestas y entre sus amistades estaban Jean Paul Belmondo y su
mujer Elodie, sus vecinos en Saint Germain des Pres. Fue durante esos años,
época en que los servicios de inteligencia luchaban arduamente por reclutar a
los asesinos más certeros y letales que Dolores conoció al Hombre de la Mochila
Negra. Un personaje con más de 27 nacionalidades, de raza híbrida, capaz de
pasar desapercibido en cualquier aeropuerto, estación de trenes o estadio del
mundo. De conversaciones con Dolores, durante apasionadas noches de excesos,
podemos deducir que había nacido en Chipre. No era relevante, ya que nunca
conoció a su familia y siempre fue un agente. Un quíntuple agente. Un personaje
sin parangón. Cuando Dolores estaba cerca, El Hombre de la Mochila Negra dejaba
de ser él mismo. Dejaba de lado su instinto asesino y se transformaba en un
espécimen doméstico, cocinero, dócil, casi locuaz. Podían conversar por horas
si había varios paquetes de Gauloises y una botella de Beaujolais.
Una
mañana, Dolores despertó con frío. Al abrir los ojos, descubrió que estaba
sola. Solo la acompañaban una botella semi vacía, dos copas manchadas y una
caja de Gauloises, un sello indeleble para el resto de sus días.
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La
Mochila Negra no es un recipiente más. Sus características son tan ricas como
su historia, ambas tan excepcionales como quienes a lo largo de los años se han
encargado de otorgarle el status de leyenda que hoy posee. Ninguno de los mitos
acerca de la Mochila Negra es más intrigante que su historia. Las versiones
detrás de este raro objeto no llegan a conformar una versión completa de su
recorrido. La verdadera historia de la Mochila Negra supera a la leyenda de la
Mochila Negra, ya que la leyenda habla de sus hazañas, pero peca al pasar por
alto a los responsables de las mismas. La Mochila Negra es un lugar donde
confluye la esencia del ser humano. Es el ser humano reducido a sus actos más
primitivos y a sus pensamientos más complejos.
De su
origen podemos decir que está confeccionada en cuero ruso y que nació como un
antojo de un zar quien consideró que él ya era lo suficientemente maduro y
autónomo a los 6 años de edad como para dejar que sus sirvientes lleven su
réplica de pistola avancarga, su juguete más valioso.
A
partir de ese momento, su destino como recipiente de instrumentos de muerte
quedaría sellado.
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Nikolay
soñó de niño con ser soldado. Amaba el uniforme de su padre, un reconocido
militar de carrera, con un historial impoluto. Héroe de octubre del 41, momento
cúlmine de la resistencia soviética frente a la Operación Barbarroja nazi.
Nicolay nació en el 42, como fruto de la gloria del regreso de su padre a casa.
Disfrutaba de los desfiles y conoció a Nikita Krushchev el día que terminó la
secundaria.
A los
24 años se unió a los Servicios de Inteligencia Soviéticos y rápidamente
demostró su habilidad como interrogador, fanático del dolor físico ajeno. Su
destreza para torturar le reveló su verdadera vocación, algo que íntimamente
sospechaba, pero que el mandato paterno había silenciado: la medicina. Sus
enormes conocimientos de anatomía lo convirtieron en un arma letal, aunque con
el tiempo su corazón se fue ablandando y su devoción por el comunismo se fue
diluyendo, por lo que sus víctimas “gozaban” de la técnica de Nikolay para
curar lo recientemente lastimado.
Con el
fin del comunismo, Nikolay optó por viajar y al llegar a la Argentina se
enamoró de Buenos Aires. Su gusto por el vodka y las mujeres se adaptó a su
nuevo hábitat y eligió al barrio de Villa Urquiza para envejecer y disfrutar de
esa vejez de manera contemplativa. Un día, caminando por la calle, ayudó a
socorrer a una mujer que había quedado atrapada debajo de un camión repartidor
de soda. Su pasado lo traicionó, engañó a todos como en su época de
interrogador y convenció a los testigos de que era, efectivamente, un médico.
Desde ese momento se dedicó a atender pacientes sanos, interrogándolos en su
despacho y luego investigando acerca de sus vidas privadas con una combinación
de herramientas tecnológicas modernas y una gran dosis de suspicacia comunista.
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La
Mochila Negra, desde la época de la posguerra y el levantamiento de la Cortina
de Hierro en Europa, estuvo siempre asociada a guerrillas y movimientos
revolucionarios. A comienzos de los 80s, el enfrentamiento entre Irán e Irak la
depositó en Bahréin. En aquellos días, la isla era un refugio para agentes que
operaban en ambos bandos de la guerra. Al finalizar el conflicto, los agentes
buscaron asilo en Siria y la Mochila descansó en un viejo baúl por casi una
década.
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Santoro
y Valerina habían depositado grandes expectativas en esta misión. Por primera
vez estarían juntos en “El Campo”, como preferían llamar los agentes a
cualquier destino asociado a una misión. Tenían claro que el éxito dependía de
una comunicación a un nivel diferente al de la pareja. Volvía a la misma la
dinámica de las órdenes directas, no tanto entre ellos, ya que no existían
diferencias jerárquicas, sino hacia ellos por parte de coordinadores a
kilómetros de distancia. En principio, la misión no ofrecía una dificultad
mayúscula. Ambos sabían perfectamente que la frase “misión sencilla” era
propiedad de los cadáveres, pero entendían que esta misión era aceptable en
términos de complejidad y la sentían compatible con su plan de reinsertarse
paulatinamente en el mundo del espionaje.
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El
corazón roto en París, lamentablemente, no fue el único episodio de
desencuentro amoroso en la vida de Dolores. Sus implantes mamarios de comienzos
de los 80s la transformaron en una figura tremendamente atractiva, aunque esa
atracción fue en todos los casos una fuente de desilusiones. Su apariencia sexy
comunicaba mensajes ambiguos, incorrectos o sencillamente dolorosos. Dolores
quería ser amada y sus parejas pensaban que ella solo buscaba sexo, lujuria,
desenfreno. Su cuerpo pedía calma, pero vendía escándalo. Su vida necesitaba
paz y sus curvas solo batallas. Uno tras otros fueron pasando por su vida los
maridos perfectos, los hombres soñados, los príncipes azules, hasta que un día,
todo llegó a su fin. Una mañana, Dolores, como tantas otras veces, amaneció
sola. Otra habitación llena de pruebas de una noche intensa. Otra habitación
con un silencio tan desgarrador como los anteriores. El mensaje era claro. Esa
vida de amantes pasajeros era demasiado sórdida y debía concluir. Armó un
pequeño bolso, manejó hasta el aeropuerto y compró un pasaje a un lugar lejano
y familiar: Buenos Aires.
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La
Mochila Negra amaneció en el baúl, como cualquier otra mañana, aunque ese día,
todo fue diferente. Fue llenada con explosivos y viajó miles de kilómetros,
primero por tierra, luego por avión y finalmente en alíscafo, hasta un lugar
del cual todos hablaban, pero al que llamativamente nunca había sido llevada:
Buenos Aires. A las pocas horas fue subida a un vehículo y alistada para ser
detonada frente a una Embajada. Hubo explosiones, pero nadie pareció tener el
coraje para detonar a la Mochila Negra. A los dos años hubo más explosiones, pero
la Mochila Negra tampoco detonó. La historia se transformó en una profecía. La
Mochila Negra traía muerte, pero ella estaba destinada a vivir. La Mochila
Negra se transformó en la muerte misma, capaz de ser aquello que existe solo
cuando todo lo otro deja de existir. Por lo que permaneció en Buenos Aires,
escondida, en una suerte de exilio, lejos del horror y la violencia.
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Luego
de una exhaustiva investigación, la Oficina Central determinó que la Mochila Negra
debía ser devuelta a Rusia, ya que su condición era no solamente una fuente
inagotable de gastos evitables, sino que una permanente fuente de conflicto
entre todos aquellos que reclamaban propiedad sobre ella. Por tal motivo, la
Oficina Central decidió poner fin a las tensiones y determinó que Santoro y
Valerina fueran los encargados de realizar una entrega coordinada en Londres.
La misión era crítica, pero sencilla y consistía en 3 simples pasos: I)
recuperar a la Mochila Negra del escondite donde había permanecido por 20 años
desde la época de los atentados. II) trasladarla a Londres, donde sería
entregada en un punto a coordinar con la Oficina Central. III) regresar a
Buenos Aires con “el microfilm de la vergüenza”, la única prueba existente de
que la Carrera Espacial Soviética tenía aún menos veracidad que los alunizajes
americanos. Tamaña prueba no podía descansar en otro lugar que, precisamente,
el refugio que había sido utilizado por la Mochila Negra.
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Esa
mañana fue diferente a todas para Santoro y Valerina. La presencia de la
Mochila Negra generaba sensaciones muy diferentes. Una suerte de adrenalina
paralizante, lo opuesto a lo que frecuentemente experimentaban como pareja
todas las mañanas. Era evidente que la criticidad de la situación que tenían
por delante había impuesto un estado de ánimo singular. Ambos se encontraban
muy estimulados por la idea de viajar juntos, tener una experiencia “de campo”
como socios, cómplices, amantes, pero todo aquellos era poco disfrutable si a
esa sociedad la completaba nada menos que la Mochila Negra. El cronograma era
sencillo. Un auto los recogería a las novecientas horas para trasladarlos a una
base militar semi-abandonada y desde allí volarían en helicóptero hasta un
buque que los esperaría mar adentro. Navegarían una semana hasta arribar a
Gibraltar, donde un contacto los acompañaría a Londres para la entrega final.
La misión era tan secreta que esta vez no había aeropuertos involucrados.
Ningún pasaporte falso les aseguraba éxito. Era ciertamente una misión top
priority.
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Nikolay
había vuelto a una rutina que mantenía su cabeza ocupada y eso le permitía
escapar de las pesadillas propias de sus días como torturador. Bonsai por las
mañanas, esgrima por las tardes. Solo los jueves eran diferentes, ya que ese
día, viajaba varios kilómetros hasta un Pigeon Club en el medio de la llanura
pampeana para practicar skeet. Tenía la sensación de que podría haber sido un
atleta olímpico de la especialidad, aunque el uso de la escopeta era en su
cabeza algo demasiado occidental, casi una traición. Así transcurrían sus
semanas. Intercalando falsos pacientes en su falsa profesión de médico de
manera aleatoria, casi serendípica. Típicamente, lo único que interrumpía ese
tedio era el sexo pago que ocasionalmente tenía lugar los lunes por la noche, acompañado
por alguna centroamericana de piel morena, una botella de vodka y finos Cohiba
Esplendido que fumaba en momentos de felatio. Cuando esto ocurría sus martes
eran breves, efímeros y de mucho malestar. Fue en una noche de martes, en
soledad, donde sintió que algo estaba por cambiar. No pudo entender qué era,
pero sabía que no sería ni un paciente ni otro bonsái.
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El auto
negro se detuvo frente al domicilio temporario de Santoro y Valerina a las
ochocientas cincuenta. Santoro preguntó “¿vamos?”, a lo que Valerina respondió
“cuando quieras, estoy lista”. El descenso en ese ascensor espejado se hizo más
largo de lo habitual. No tanto por las paradas en los pisos 37, 22 y 16, sino
por el peso de la responsabilidad de haber comenzado un periplo acompañados de
la Mochila Negra. Era inevitable pensar que cada vez que ese espíritu del mal
con forma de pequeño equipaje de mano viajaba, alguien – muchos por lo general
– moría. Santoro lo sabía, Valerina lo sabía, pero nunca había formado parte de
sus conversaciones. Esa sensación de no poder comunicar esas emociones
convertía a la situación en más tensa, más aguda y más agobiante. Al ingresar
al vehículo, el chofer les pasa un teléfono satelital diciendo “cambio de
planes”. Luego de confirmar con el interlocutor del otro lado del teléfono las
identidades, el supuesto representante de Oficina Central dijo “hay problemas
con el buque. Dirijanse a Aeroparque”. El nivel de adrenalina se quintuplicó.
Santoro y Valerina sabían que la Mochila Negra y los aeropuertos eran una
combinación con atroces antecedentes. Pudieron sentir el frío de la muerte
apoderarse del interior del vehículo. Al llegar al lugar, caos. Un equipo de
balonmano, una delegación de jubilados del gremio de la Carne y cientos de
adolescentes partiendo de viaje a San Martín de los Andes colmaban el hall del
aeropuerto. En ese momento, el chofer dice “vengan por aquí” y los dirige a una
pequeña puerta sin cartel. Al abrirse, oscuridad del otro lado. Solo el haz de
luz proveniente del hall y unas sillas en un orden aleatorio, desprolijo.
“Tomen asiento hasta que el avión esté en condiciones de partir”. Solo unos
segundos pasaron desde que se sentaron con mucha dificultad producto de la
falta de iluminación hasta que tomaron conciencia que la Mochila Negra ya no
los acompañaba. Al reaccionar, Santoro y Valerina notaron que el chofer que los
había guiado hasta ese cuarto oscuro no era en realidad el chofer y temieron
por sus vidas. El gigantesco cuerpo de ese agente respondió por
intercomunicador “Entendido” y desapareció por una puerta que ni Santoro ni
Valerina pudieron abrir. En ese momento
no podían creer lo ingenuos que habían sido. Comprendieron el precio que habían
pagado por pasar tantos años alejados “del campo”. Ya nada era igual, pero
ninguna de esas reflexiones era relevante. La Mochila Negra había desaparecido.
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Rono y
Julita estaban alejados del mundo del espionaje. Sus vidas se habían aburguesado
y lejos habían quedado los días de intensos reconocimientos de campo,
transcripción de documentos clasificados y fiestas secretas en mansiones
ocultas. Todo eso estaba archivado. Era un paquete conservado como una memoria
lejana. Ni siquiera eran vívidos recuerdos. Era más una sensación, una
experiencia que los había marcado, pero que no ocupaba ningún lugar en sus
vidas. Ni siquiera sus redes de amistades eran tan fuertes y ahora mantenían
contactos diplomáticos en solo 196 países. La muerte del Embajador canadiense
en Maputo había cerrado un ciclo, una era. Atrás habían quedado esas largas
conversaciones grupales a la sombra de las acacias, bebiendo Darjeeling helado.
Hasta que llegó esa mañana donde se dio el siguiente diálogo:
-
Rono: Hola. Asumo que es importante. Este número no sonaba hace nueve
años.
-
Oficina Central: Es crucial. Robaron la Mochila Negra. Sin ella, es
imposible dar vuelta la página con respecto a la Guerra Fría. Necesitamos que
la recuperen. Julita seguro sabe cómo hacerlo.
-
Rono: les va a salir carísimo.
-
Oficina Central: lo sabemos. Hablamos con Haagen Dazs. Ya está en
marcha una edición limitada de Rocky Road. Se llamaría “R&J”. No estaría a
la venta.
-
Rono: Hhhhmmmm, suena tentador. Sumale una cena con amigos en
Oscarborg. Esa islita de mierda tiene ese nosequé.
-
Oficina Central: dalo por hecho. Tienen 12 horas.
-
Julita: me sobran 7. En 5 te llamo. Bye
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Los
terroristas lo tenían claro. No tenían demasiado tiempo para ocultar la Mochila
Negra. La Oficina Central puede haber cometido un error al planear la misión de
esa manera, pero no cometería otros a la hora de poner en marcha el operativo
rescate. Conociendo el hecho de que la Mochila Negra es sinónimo de muerte,
varios agentes coquetearon con la idea de llenarla de rocas, arrojarla al mar y
suicidarse. Después de todo, la diferencia entre un final planificado y ese
sería mínima. La letalidad de la Mochila Negra elimina el suspenso de cualquier
historia. Todo moría. Punto. No obstante, uno de los agentes, en un rapto de
brillantez, pensó en el escape perfecto. Pensó en la única persona que poseía
un recuerdo nostálgico respecto de la Mochila Negra. Solo ella pensaba en cosas
positivas al verla. Solo Dolores sería capaz de abrazarla. Y hasta amarla.
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Dolores
descansaba plácidamente durante los 15 minutos de gap entre el efecto del
Chivas 18 y el kick de los antidepresivos que consumía de manera compulsiva.
Esos 15 minutos eran llenados por los sueños más vívidos y placenteros. Al
terminar, el frenesí de los antidepresivos solía transformar la dulzura del
recuerdo en óxido y toda la imagen se transfiguraba y mutaba hacia el odio y el
remordimiento. Esa mañana, los 15 minutos fueron solo 4. Al quinto minuto, sonó
el teléfono. Dolores odiaba ese sonido, pero mucho más lo odiaba durante esos
15 minutos. Arrojó el vaso casi vacío, con algunos restos de hielo derretido y
aroma a alcohol, pero falló. Solo logró manchar otra vez la pared, pero el
teléfono siguió sonando. Se juró no atender. El tercer intento venció su
voluntad de ostracismo y se puso de pie con la ayuda de varios muebles. Caminó
mareada hacia el teléfono y del otro lado escuchó “necesitamos…tenemos…poco
tiempo…último recurso…Mochila Negra”. Su corazón se detuvo. Su cuerpo se
trasladó a París. Su olfato se llenó de humo de Gauloises y sus ojos de
lágrimas. Contestó que sí, con voz entrecortada. Del otro lado se escuchó “en
20 minutos haremos la entrega”. Y por un par de minutos, Dolores permaneció
inmóvil, llamativamente sobria, de pie, tiesa, hasta que las lágrimas se
secaron en su mejilla.
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Santoro
y Valerina optaron por recluirse. Necesitaban tiempo para procesar esas últimas
dos horas. Sus cabezas pasaron de la euforia a la frustración como solo el
deporte puede lograrlo. Esto no sería fácil de digerir. Implicaba una renuncia,
no formal, no estricta, sino una renuncia moral, a sus expectativas, a sus
sueños compartidos, a sus aventuras con forma de intriga, adrenalina y muerte.
Esta vez la que falleció fue la ilusión y por ello necesitaban escapar. Optaron
por Fernando de Noronha. Era la antípoda de lo que normalmente elegían:
metrópolis, destinos exclusivos, paisajes idílicos. Esta isla solo ofrecía exilio, reclusión, silencio. Era su mejor
alternativa, entre muy pocas. No había tiempo para debates. Eso quedaba
reservado para más adelante. Si es que la Oficina Central no tenía otros planes
al respecto.
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Julita
sabía que la Mochila Negra no iría lejos, aunque su tendencia a
sobresimplificar imaginó la ruta más lógica: la Triple Frontera. Su contacto
allí fue advertido, aunque no era ninguna garantía. La mayoría de los soplones,
agentes de tercer rango y demás eslabones de la cadena del espionaje no
demoraban mucho en huir cuando lo que escuchaban era cualquier cosa relacionada
con la Mochila Negra. El terror del guaraní fue revelador para Julita. La
Mochila Negra terminaría en manos de alguien que no le temía. Eso dejaba dos
caminos posibles: un suicida o Dolores. Julita detestaba la mera pronunciación
de ese nombre. El odio tenía un origen: durante los 90s Julita tuvo la
oportunidad de “borrar” al Hombre de la Mochila Negra en Dubrovnik. La
operación era sencilla. Sin embargo, alguien le facilitó un salvoconducto al
misterioso portador. Disfrazado de monje, se escondió una noche en la Catedral
gracias a la intervención del Arzobispo de Bari, quien no era otro que el tío
de Dolores. Al día siguiente cruzó el Adriático y permaneció en una abadía
cerca de Bari hasta que los hombres de Julita dejaron de rastrillar la zona.
Julita estuvo 4 años obsesionada con esa operación. Hasta que un agente
italiano aportó los datos que sirvieron para conectar los puntos. El oficial
italiano había registrado la abadía que sirvió como refugio debido a que el
Hombre de la Mochila Negra optó por asesinar a uno de los monjes quien se había
negado a ofrecerle información acerca de su identidad. El Hombre de la Mochila
Negra era experto en apropiarse de vidas ajenas y permanecer meses oculto tras
la máscara de una identidad robada. Al registrar la abadía, tuvo la oportunidad
de interrogar al arzobispo, quien le comentó que había vivido unos meses en
París, en casa de una sobrina argentina y su pareja. Cuando el agente italiano
decidió verificar esta historia constatando el domicilio del arzobispo en
Francia, lo inimaginable surgió. Ese domicilio era el último paradero conocido
del Hombre de la Mochila Negra. El último registro feliz en la vida de Dolores.
Sorprendido por la coincidencia, el agente regresó al Arzobispo quien le
confesó, avergonzado, que ese viaje debió haber durado solo una semana, pero
que el atractivo y la sexualidad del Hombre de la Mochila Negra lo cautivaron
de tal manera, que encontró diversas excusas para pedirle a Dolores que le
permita extender su estadía. A cambio Dolores, en ese momento muy enamorada del
Hombre de la Mochila Negra, le pidió que hiciera todo lo humanamente posible
por encontrarle salvoconductos, ya que ella conocía ya en esa época su
reputación y las intenciones de la Oficina Central de capturarlo. Debido a
tamaña animosidad entre Dolores y Julita, Rono intervino. Con su arrojo
característico, instó a Dolores a regresar la Mochila Negra a Londres a cambio
de una jugosísima recompensa. Dolores titubeó. Su situación financiera dejaba
mucho que desear y ya tenía una lista de viajes pendientes que la incomodaba.
Además, su experiencia en el mundo del espionaje le hacía suponer que, de
negarse, su vida no sería fácil gracias a la obstinación con la que la Oficina
Central suele rastrear a aquellos que se muestran como enemigos o cómplices de
tales.
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Esa
mañana, Nikolay estaba particularmente de buen humor. Había amanecido un poco
más tarde de lo habitual, pero el sol que entraba por la ventana fue un
aliciente para que se levante de la cama con otra energía, como si estuviese a
punto de realizar una tarea estimulante. Con la ansiedad propia de un niño el
día de excursión con el colegio o de una función de circo. Nada tenía relación
con su estado de ánimo, ya que su bonsái no iba necesariamente perfecto, al
menos no como a Nikolay le gustaba que fueran las cosas. Desayunó abundante y
se concentró casi obsesivamente en eso que no toleraba de su bonsái. Lo estudió
por varios minutos y llegó a la conclusión de que sus intervenciones hasta ese
punto habían sido demasiado agresivas y recordó las palabras de su mentor en el
tema: “habrá días donde no hacer nada al respecto será una intervención
brillante. Esos días no serán pocos”. Cuando había tomado, con cierto grado de
resignación, la decisión de no hacer nada al respecto y ser respetuoso del
consejo de su instructor, el teléfono sonó. Del otro lado estaba Rono, con una
mezcla de desprecio, desesperación y agresividad en su voz. La mañana de Nikolay.
El día de Nikolay. El resto de la vida de Nikolay cambió para siempre.
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Rono y
Julita decidieron descartar la negociación con Dolores. Rápidamente
comprendieron que era inútil. Los sentimientos de ella para con la Mochila
Negra estaban demasiado arraigados. Sin embargo, no fue lo que le comunicaron.
La percepción de Dolores era que esa negociación duraría varios días. Por lo
tanto comenzó a pensar más obsesivamente en cifras, objetos, diferentes
elementos a conseguir a cambio de la Mochila Negra. En ese tiempo en el cual la
negociación supuestamente evolucionaba, Rono y Julita sopesaban opciones.
Eliminar a Dolores era la más tentadora para Julita, quien, a decir verdad no
barajaba otras alternativas. Para Rono sí existía un abanico de alternativas.
Sabía que los norcoreanos eran capaces de destruir la Mochila Negra, lo que
suponía una solución definitiva para la Oficina Central, a expensas del
intercambio del microfilm que evidentemente no se llevaría a cabo. También
sabía que los israelíes eran capaces de robar a la Mochila Negra. Esta opción
representaba un riesgo altísimo, ya que ese instrumento de muerte en manos
sionistas era sinónimo de mayor desequilibrio en Medio Oriente. Al momento de
evaluar ayuda proveniente de Rusia, a sabiendas que esos grupos de élite son,
en realidad, mercenarios que suelen extorsionar a sus clientes por años, la
atención de Rono se desvió hacia un rincón de la memoria casi clausurado.
Recordó fugazmente que en el ’86, un ruso había descuartizado a su víctima con
una sola mano. Las noticias dentro de la Oficina Central catalogaron al asesino
como el “manco de San Basilio”. Meses después, una fuente muy confiable relató
lo inimaginable: no se trataba de un asesino manco. Lo que en realidad sucedía
era que este ex-agente, conocido torturador, utilizaba su mano menos hábil para
masturbarse. Practicar el onanismo durante el descuartizamiento era una
destreza que había desarrollado durante la invasión soviética a Afganistán,
periodo en el que no tuvo contacto con una mujer por 37 meses. Rono lo rastreó
y conocer que estaba radicado en Buenos Aires fue una señal reveladora. Él era
el salvoconducto. Era hora de que Dolores conociera a Nikolay.
……………………………………………………………………………………………………..
Luego
de que el portero eléctrico sonara por cuarta vez, el siguiente diálogo tuvo
lugar:
-
Dolores: quién es?!...¿qué pasa?
-
Nikolay:…soy el médico de OSDE…la señora del segundo D está
desvanecida…necesito entrar…el encargado no responde…¿no sería tan amable?
-
Dolores: no puedo…tengo que vestirme…voy a demorar
-
Nikolay:…no hay problema…llevo 7 minutos intentando entrar y soy la
única esperanza de esa pobre señora.
-
Dolores:…a ver…aguarde un minuto…
Los minutos fueron cuatro. Finalmente,
Dolores, envuelta en un antiguo desabillé, salió a abrir. Nikolay aguardaba
paciente, con una sonrisa diplomática que comunicaba gratitud, aunque
significaba placer perverso. Dolores lo hizo pasar y dejó que Nikolay se
adelante hasta la puerta del ascensor. El agradeció y ensayó una rápida
despedida. Ella, con un gesto, saludó mínimamente y continuó su paso hasta la
puerta de su departamento, entreabierta. Ingresó, tomó el picaporte para cerrar
y un par de milímetros antes de trabarse, el movimiento de la puerta fue interrumpido
por un breve golpeteo. El ruido estremeció brevemente a Dolores, quien
inmediatamente escuchó una voz familiar. Nikolay le preguntaba si podía llamar
al encargado, ya que él no había tenido suerte al querer hacerlo desde la
calle. Dolores aceptó a regañadientes. Cuando se dispuso a discar, su vista se
fijó en el display de su teléfono, ya que debía hacer un esfuerzo de
concentración adicional para ver qué números marcaba. En ese momento su vista
se nubló y al despertar, estaba amordazada, dolorida, recostada sobre su propia
cama. No lograba ver con claridad, pero la figura que tenía frente a ella,
parecía estar afilando una enorme tijera. No lo era. Era una pinza similar a la
que utilizan los odontólogos para realizar extracciones de piezas dentarias. En
ese momento, Dolores tomó conciencia de que su boca estaba muy abierta debido a
la presencia de un objeto que le imposibilitaba mover sus mandíbulas. Sus ojos
comenzaron a llorar. Su cabeza comenzó a recorrer los momentos más memorables
de su vida. Pensaba que con la Mochila Negra a su lado, los que morían eran
otros. Esta escena debía ser un error. No formaba parte de la película de su
vida. En ese momento, Nikolay comentó con una voz muy calma y serena que ya
había registrado todo el lugar y no había encontrado la Mochila Negra. Ese era
el estilo de Nikolay. Actuaba sin darle entidad a su víctima, ignorando
cualquier signo de vida. Eso lo hacía un excelente torturador. Su foco era la
tarea, no la persona. Eran solo piezas dentarias, no hombres ni mujeres. Su
cabeza no entendía por qué lo estaba disfrutando. Sabía que luego de esto
volverían las pesadillas, el terror nocturno y el remordimiento. En ese
momento, su cerebro estaba en blanco. Hasta que notó que Dolores intentaba
decirle algo. La férrea voluntad de Nikolay cedió frente a la compasión y quitó
el aparato de la boca de Dolores para permitirle hablar. Dolores le dijo que no
quería vivir. Que no la torture, que la mate. Le señaló el living y Nikolay
comprendió que la Mochila Negra estaba oculta en uno de los almohadones del
sofá. Su cabeza se llenó de confusión. Su misión cambiaba. Su cliente cambiaba.
Ya no era la Oficina Central, via Rono y Julita, contratándolo para que
recupere la Mochila Negra. Era Dolores y su necesidad de terminar con la agonía.
Si Dolores era su cliente, ¿cuál sería su recompensa? Dolores le ofreció poco.
Nikolay escuchó atento. No estaba interesado en lo que Dolores pudiera pagar,
sino en lo que podía ofrecerle. Hablaron por horas. Lloraron amargamente.
Recordaron al Hombre de la Mochila Negra. Ella con nostalgia, él con respeto y
admiración. En ese instante, Nikolay reconoció internamente un sentimiento
diferente: no sentía admiración. Sentía envidia. No profesional, no de
asesinos, sino de amantes. El Hombre de la Mochila Negra se había quedado con
una parte de Dolores y Nikolay lo despreció. No pasaron más de dos minutos
hasta que Dolores y Nikolay reconocieron su soledad y al unísono decidieron
eliminarla mediante sexo desenfrenado. Por un segundo, Nikolay tuvo
pensamientos catastróficos y pensó que Dolores lo había engañado y que ese
sería el último acto de su vida. No le importó. Siguió adelante. Cuando Dolores
finalmente se durmió. Nikolay entregó la Mochila Negra. Julita odió la idea de
que la misión no incluyera la eliminación definitiva de su enemiga. Rono
respiró aliviado. El microfilm estaría en buenas manos una vez que la Mochila
Negra llegara a Londres. No celebró tener que viajar para entregarla, pero
entendió que siempre las historias de su vida terminan en vuelo.